sábado, 28 de marzo de 2015

Escríbeme una carta, espérame en la puerta.

¿Recuerdas cuando la lujuria y el amor se mezclaban en un todo difuso? El deseo era incapaz de escindirse de esa totalidad, era una paquete de todo incluido con el que, sin duda, todo era mucho más sencillo.

Pudiera ser también  que la ausencia de la mensajería instantánea evitase el estrés del deseo de comunicación. Antes era tan fácil soñar, era tan fácil olvidar. Éramos mucho más misteriosos. Ahora somos unos exhibicionistas de acciones y sentimientos que en realidad no son nuestros. Ya no somos nosotros y sin embargo creemos conocer a los demás, que tampoco son ellos.

Solo las relaciones diarias se ajustan a la veracidad de la realidad interna de cada persona. Entonces, queriendo buscar esa relación verdadera, recurrimos a todo aquello que nos la ha arrebatado. Y todo se pierde de nuevo. Y yo me arrastro sin remedio a demostrar algo por esos medios que de nada sirven.

Era mejor cuando mi esperanza era coincidir contigo fortuitamente. Eso me obligaba a ser yo sin pretender ser más ni menos. La imposibilidad de verte no me entristecía, sino todo lo contrario, me daba un sueño y me quitaba una responsabilidad. Podía delegarla en el destino, y el destino a mí no me fallaba.

El problema es que el destino destruye a mi falso yo hipercomunicado. El porvenir está molesto con nosotros por arrebatarle sus funciones y ya no me deja soñar despierta.

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