lunes, 12 de septiembre de 2016

Federico

    Federico ya estaba marcado, y con razón. Todavía recordaba aquel laberinto, en el que se había cruzado con una de las gemelas, toda vestidita de blanco. A ella se le cayó una foto, la foto de su primera comunión, y él quedó embelesado. Lo juzgaron de manera imprecisa. Se decía que había perseguido la foto durante años, en su busca, hasta que llegó al enorme salón. 

      En el salón había un río, que podría ser de chocolate, igual que el barco atracado en él podría ser el de Willy Wonka. Federico subió el puente y miró a todas las señoras que había en el barco, y todas lo miraron a él, embelesadas. No podían dejar de comérselo con la mirada, como si él hubiese absorbido la esencia de aquella estampita. Entonces, las persianas empezaron a cerrarse. Al cabo de unos minutos, un hilo de luz iluminaba los ojos de las señoras, el resto era todo oscuridad.

     El barco comenzó a retroceder. Ellas, en su enamoramiento inexplicable, estaban aterrorizadas. Federico se partía de la risa. 

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