lunes, 25 de julio de 2016

La arista que rompe el árbol

      No son tan distintos, en realidad, el que ahoga por estar ahogado y el que se deja ahogar con resignación.  De hecho, se me hacen iguales en su dicotomía. Son tristes de alguna manera. El primero tiene un escudo de chulería, el segundo tiene una coraza de ironía. Sin embargo, es la vida del primero la que es una ironía, y es el segundo el que no pierde el misterio que esfuma el escalón inmediatamente superior a la arrogancia.

       La resignación tiene forma de sonrisa muy muy lejana. Es un cuento, un microrrelato, una parábola asiática que no se alcanza a ver. La desolación que crea el primero es una sonrisa extremadamente cercana, tan cercana que te atraviesa y dejas de verla. Es una sonrisa que escribe sin haber leído antes, de la que no puedes sacar nada para ti. El que se deja ahogar nunca se muere del todo. El que está ahogando es un espíritu repetitivo. Así que los dos están medio vivos, medio muertos. 

      Ambos hacen autocrítica. Uno está tratando de llenar el vaso, otro está intentando que no se vacíe demasiado. El primero revienta el vaso, el segundo se queda sin nada, o quizás con unas gotas de lo que pudo conseguir. 

       Lo que más me importa es que al final el primero se resigna también a ahogar, y ya no sabes qué sonrisa está cerca y cuál está lejos. Lo que pasa es que ya no importa si te estás ahogando, si me están ahogando o si quieres respirar conmigo. 



Porque ninguno estáis, más que vuestros escudos.
O está lo que me destruye.
O está lo que me borra, lo que me empequeñece. 


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