viernes, 21 de junio de 2013

Los Dioses de Piedra

"Las enormes estatuas de mármol me persiguen en mis sueños. Pretenden ser griegas, antiguas, místicas." En la gran avenida de una Venecia helénica, los edificios delimitan sus pelvis. Me intimidan mientras me producen una fascinación difícil de despertar en mi alma hastiada."

En un equilibrio imposible, comencé a correr por el bordillo del canal. Entre los hermanos del Coloso de Rodas los comercios y restaurantes se despedían de mí. Tenía prisa, la familia nunca espera, o eso nos habían enseñado en el colegio. Me encontré con ellos al final de la avenida. La excursión estaba a punto de comenzar.

Al doblar la esquina, el antiguo foro nos acechaba. Entorné los ojos y pude fantasmas comerciando en la plaza, intercambiando montones de verduras por animales o empezando una tradición de lujuria y monedas de hojalata. A nuestro alrededor, con la mirada postrada en la tierra, cuarenta y ocho columnas de piedra pulida reflejaban el sol, un sol rojizo y apocalíptico. Abrí los ojos, el perfume del mar me había hecho dejar de soñar despierta. En el otro extremo de la plaza, todos estaba cruzando un carcomido pórtico de madera.

Me dirigí hacia allá manipulada  por un estruendoso rumor de olas, como la melancolía bajo los efectos de la luna llena. Me asomé despacio y quedé completamente conquistada por un paisaje tan lumínico como funesto: Ruinas del gran templo griego. El cambio climático había provocado la subida del nivel del mar hasta conseguir que las olas rompieran con fuerza a los pies de Zeus. Los dioses, de un tamaño desmesurado, se estaban ahogando. De algunos solo quedaban macabros miembros de mármol, brazos y cabeza cuyo destino irremediable era el fondo del mar, como casi todo en la tierra. 

A pesar de ello, sentía que nada podría destruir la majestuosidad de la creación de nuestros ancestros, si acaso el destroce la había hecho más especial. El agua se desparramaba por el suelo y salía de los resquicios de las estatuas, produciendo maravillosas cascadas saladas. Quise reírme del mundo y me abracé al tobillo de Zeus. Un enorme acantilado me amenazaba y el mar, impasible, me dijo: "Has sido afortunada."

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