Por fin llegué a la Institución. Él, escuálido y atractivo aguardaba mi llegada. Con un poco de suerte, conseguiría una clase del centro. El plan era que él reservase la clase para estudiar, pero yo me colara dentro y pudiésemos estar juntos, solos.
Mientras rellenaba la documentación pertinente, subí las escaleras del edifico pensando que nadie me vería. ¡Qué ilusa! Manuel Emilio se encontraba observando a mi chico y me vio fugazmente. Subí a todo correr esperando encontrar el aulario pero solo había oficinas y el despacho de Manuel Emilio, el director.
Este hombre habría levemente sobrepasado los 60, me había dado clases hacía algunos años y el azul serio de sus ojos transimitía amarga experiencia. Me encontró desorientada en el rellano, la rabía se intuía sin apenas mirarlo.
Entonces llegó el chico, con más rabia aún y levantó el puño.
-¡No! Déjalo hablar - grité,- no sabes el peso de la razón de sus argumentos.
Manuel Emilió habló, pero en mi oídos solo podía escuchar al vacío y el crujir de las rodillas de mi joven amor, que se doblaban hasta dar con el suelo carcomido por unas lágrimas desesperadas. Me desmayé.
Al despertar, barracas metálicas y muchachas gordas de 16 años peleándose por sacos de dormir se apilaban a mi alrededor. Traté de buscar un rincón en cada barraca inútilmente, mientras me tragaba la noche más cerrada.
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