martes, 26 de enero de 2016

La defensa automática

Ayer soñé que me despedía de un hombre y que se me encogía el corazón. Soñé que quería cantar conmigo, pero no bailar. Quería mirarme a los ojos, pero no beberme. Tenía la certitud del que sabía que ya había muerto. Me levanté con una tierna amargura en el pecho que me acompañó todo el día.

Hoy he soñado con que tres hombres me llamaban por teléfono y que otro, desde la indiferencia, miraba la pantalla de mi móvil. El indiferente no te importa, porque no sabes quién es, ni a mi me interesa que lo sepas. La última llamada perdida era del último del que supiste y los otros dos eras tú. Y escúchame bien, no eran dos llamadas, eras dos personas. 

Dos personas diferenciadas eran tú y me habían llamado. Una eras tú y otra tu sombra, creo. Me planteé brevemente si devolvería alguna llamada, y digo brevemente porque concluí que sí en pocos segundos que te llamaría a ti. El problema es que no sabía a quién telefonear. 

Desperté y cogí mi bicicleta. Entonces, como respondiendo a mi llamada, tu sombra me adelantó en la suya. Tu sombra de Peter Pan que me persigue a veces dormida y a veces despierta, que existe en mis sueños y en el peinado de un ciclista, en los ojos de algún matemático y en la amplia sonrisa de los inocentes.   

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